
Los daños causados por limpiavidrios y motoristas: Un problema urbano
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En la mañana del 24 de abril de 1984 me encontraba en la Avenida Las Américas, en la parada de autobuses de Onatrate (Oficina Nacional de Transporte Terrestre, ahora OMSA), donde además de esa popular ruta de transporte público, también se tomaban los carros de concho y autobuses hacia los barrios y provincias de la región Este del país.
Hacía dos años y siete meses que mi familia se había establecido en la Capital, aún teníamos las hojas verdes, como nos decían los capitaleños.
Yo acababa de cumplir la edad de 15 años, llegué del campo con doce. Sin apenas llegar a la adolescencia teníamos que trabajar, éramos una familia numerosa de 10 hermanos y hermanas, más papá y mamá; había que salir adelante como nos repetíamos.
Laborábamos con mucha dedicación y responsabilidad, sin dejar los estudios, lo que hacíamos acudiendo a escuelas y liceos nocturnos.
Inteligentemente, papá estableció una red de tres paleteras y mesas de frutas, que se ubicaban: una en el barrio Matias Ramón Mella o Lengua Azul, frente al Puente Duarte; otra en Villa Duarte (Avenida España frente al Supermercado Guerrero) y la tercera, en donde iniciaba la avenida Las Américas, después de El Farolito, era la que estaba a mi cargo.
El lunes 24 de abril de 1984, como todos los días, (exceptuando el domingo que descansábamos), había abierto mi paletera y la mesa de frutas a las 7:00 de la mañana, las ventas iban bien en las primeras horas; pero alrededor de las 10:00 la circulación de vehículos y el transporte público empiezan a disminuir, la parada se va llenando de personas y se incrementa la cantidad que pasan a pies por el Puente Duarte, con caras de cansados y asustados. Algunos decían que había una huelga, un lío del otro lado, otros no sabían nada de nada.
Con ese gentío, en poco tiempo, había vendido casi todas las galletitas, las naranjas, las piñas por pedazos, los guineos maduros y demás provisiones, incluyendo cigarrillos a clientes nerviosos. Para mí la cosa iba de maravilla!
No tenía conciencia de lo que estaba ocurriendo, tampoco del riesgo y mucho menos de la magnitud de los acontecimientos que habrían de venir.
De pronto, empezaron a escucharse, a lo lejos, algunos disparos y detonaciones, de la zona de Simonico, Villa Duarte, se ven neumáticos encendidos en la calle Respaldo Las Américas, el olor a goma empezaba a sentirse. Yo trataba de vender lo poco que me quedaba, hasta ese momento nada me lo impedía; la parada empezó a vaciarse, las personas que habían permanecido en espera de guaguas comenzaron a irse a pies, asustados y resignados a que no vendrían autobuses de Onatrate ni encontrarían otras formas de transporte.
Se alcanzan a ver varios vehículos militares que se detienen en el El Farolito y en la cabeza del Puente Duarte, de los cuales se bajan muchos guardias, en actitud de combate, varios se suben al puente peatonal y se posicionan, fusiles en manos, se distribuyen por toda la zona, un grupo camina hacia la parada donde yo estaba y donde permanecían algunas personas.
Varios guardias se nos acercan, con rostros y miradas amenazantes, uno me señala con su dedo índice y me dice: “recoja esa vaina y váyase de aquí”.
Algunos se quedan apostados ahí en la parada y otros siguen por la Respaldo Las Américas, con rumbo hacia donde se veían los neumáticos encendidos y un grupo de personas manifestándose.
De inmediato, ya asustado, cerré la paletera y enfundé las frutas, guardé la mesa en el jardín de la casa de Doña Lulú, que estaba en frente, quien me permitía dejarla ahí; me puse la paletera en la cabeza y la funda de frutas en manos, crucé La autopista Las Américas hacia la Calle 17 del Ensanche Ozama, por el Juzgado de Paz de la Cuarta Circunscripción; iba con pasos largos, nervioso, empezaba a darme cuenta de la gravedad de la situación.
Busqué tomar la calle Juan Luis Duquela (Calle 19), que me conducía más directamente y seguro al Barrio El Dique donde vivíamos; llegando a la esquina de la calle Presidente Vasquez, alcancé a ver a mi hermano mayor, Daniel, que venía a mi encuentro, caminaba tan de prisa como yo, papá lo había enviado a buscarme, al ver que yo no llegaba. No había celulares para comunicarse como ahora. Ya con mi hermano me sentí seguro.
Recuerdo que pasamos frente a una vivienda del Ensanche Ozama, en cuya galería había algunos jóvenes y adultos (con aires de clase media), se burlaban de los que pasábamos, a nosotros nos dijeron: “van rápido eh…risa..”, por la prisa con que íbamos caminando, pero simplemente los ignoramos.
Llegamos a salvo a la casa, donde permanecimos por tres días sin salir a ningún lado. Todavía en mí mente sigue latente la orden de ese guardia furioso: “recoja esa vaina y váyase de aquí”.
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